PRIMA FACIE és un monòleg arriscat ple de teatralitat i possibilitats artístiques, amb una construcció dramàtica intel·ligent, divertida i commovedora. Però és també profundament qüestionadora. I és, sobretot, un crit necessari davant la naturalització d'una conducta que travessa la societat de manera estructural.
És un detonador que ens obliga a replantejar com hauria de funcionar aquest món. Un món que està construït per tal que no tots siguem iguals en llibertat, drets i possibilitats.
Tess està al cim de la seva carrera. Una de les advocades més exitoses del país, està acostumada a guanyar tots els casos als quals s'enfronta. Però un esdeveniment impactant farà que la seva vida canviï per sempre. I que s'encari a tot allò que estima per buscar justícia.
Espectacle en castellà.
Prima Facie es un inquietante viaje en el tiempo. Un poderoso feminismo de segunda ola en plena cresta de la cuarta. Un producto teatral tardío de Contra nuestra voluntad (1975), el legendario ensayo de Susan Brownmiller sobre la violación. La defensa cerrada del ‘no es no’. La denuncia de la violación como violencia pura, no como exceso sexual. La impugnación del machismo judicial de películas como Acusados (1988), con Jodie Foster como víctima de una manada. El recordatorio de que el violador suele ser alguien conocido, no un encapuchado detrás de un arbusto. El desmontaje, a fin de cuentas, de la cultura de la violación por la lúcida generación de nuestras madres, que popularizó el término en Rape Culture (1975), el documental de Margaret Lazarus y Renner Wunderlich.
Prima Facie, estrenada en 2019, podría haberse escrito en aquellos lejanos 1970. Y eso es lo preocupante. Los tiempos en que un ‘sí es sí’ resultaba impensable, en que no se hablaba de interseccionalidad o dominaba un feminismo cis, hetero y blanco. Por supuesto, eso no quita un ápice de razón al alegato de Suzie Miller. Pero resucita fantasmas que uno creía y quería superados. ¿No estábamos ya en el ‘sí es sí’ de documentales como Jauría? ¿No habían quedado atrás las ficciones de iniciación feminista de los 1970 y 1980, tipo Barbara Wilson? Obviamente no. De lo contrario, Miller no arrasaría en las taquillas de medio mundo. De lo contrario, el #MeToo que alienta en Prima Facie no reivindicaría aún Contra nuestra voluntad. La cuarta ola ha vuelto al activismo antiviolación de la segunda, pero con redes sociales. Las hijas, donde lo dejaron las madres. Un grave síntoma de donde estamos que ha explotado culturalmente, con más fuerza que en ningún sitio, en los teatros.
Cómo me hice feminista
Miller nos cuenta una historia de iniciación. Tess, una agresiva abogada de origen humilde, que triunfa defendiendo a presuntos violadores, sufre una violación. Y eso, lógicamente, lo cambia todo. La arribista que comparaba un juicio con una carrera de purasangres se cae del caballo. La durísima penalista que desarmaba el testimonio de las denunciantes, explotando sus lagunas de memoria y sus contradicciones, entiende en sus propias carnes que una víctima recuerda el dolor y el miedo, pero no los detalles periféricos que podrían acreditarla. Un giro copernicano que puede parecer inverosímil en nuestros días. Eso que el feminismo llamaba, hace cincuenta años, ‘historias de cómo me hice feminista’. Y, sin embargo, el machismo inicial de Tess resuena hoy en boca de muchos hombres y de algunas mujeres. Y eso nos sitúa en un escalofriante progreso al pasado.
Realismo anglosajón, minimalismo español
Podemos decir, sin miedo al chovinismo, que la versión española de Prima Facie mejora su versión anglosajona. Juan Carlos Fisher rebaja el melodrama de Justin Martin. Sustituye la histriónica música de Self Esteem por el sutil espacio sonoro de Luis Miguel Cobo. Nos ahorra la tópica huida de Tess bajo la lluvia. Y reduce la escenografía al minimalismo pulquérrimo de Lua Quiroga, con toques retrofuturistas de aquellos noventa poblados de yuppies que dirigían el mundo desde impolutas oficinas. Queda descartado, por suerte, el realismo anglosajón de los peluquines judiciales, las mesas de roble, los sillones de cuero y las tulipas verdes entre rascacielos de archivadores. En la versión española, sólo las luces de Ion Anibal definen suaves atmósferas y mutaciones. O alumbran al público para convertirlo en jurado popular. Y es un acierto porque, si algún pecado tiene el texto de Miller, son sus subrayados ideológicos y emocionales, que no hace falta redoblar con artillería escénica.
Pero la maravilla de la función es Vicky Luengo, que sostiene durante hora y media el larguísimo solo de Tess, dándose réplicas y dúplicas a sí misma, emulando a jueces y fiscales, madres y hermanos, amantes y agresores, su hípica versión machista y su catártica versión feminista. Un one-woman show de órdago, el bululú de los buenos viejos cómicos, atravesando una montaña rusa de tonos, registros y acentos, desgarrándose sin romperse en los momentos críticos, amortiguando el punto ‘camp’ que la crítica británica reprochaba a su homóloga inglesa, Jodie Comer. También aquí salimos ganando, con una purasangre briosa pero más embridada. Y es obvio que Luengo saldrá a ganar todos los premios. Merecidísimos, además.
El #MeToo en el teatro
Desde que Alyssa Milano viralizó en 2017 el hashtag #MeToo, animando a denunciar en redes sociales las agresiones sexuales, se han multiplicado las representaciones escénicas del delito. Prima Facie es el ejemplo más claro en el mundo anglosajón. Después de su estreno en Sídney en 2019, giró por Londres en 2022 y Nueva York en 2023, llegó el pasado agosto a los Teatros del Canal de Madrid y recala ahora en el Teatre Poliorama de Barcelona. En el mundo hispanohablante, la gran heredera del #MeToo ha sido Jauría, de Jordi Casanovas y Miguel del Arco, un estreno también de 2019, con producciones en Argentina, México y Perú, que se ha repuesto en Barcelona este 2024. Y en portugués, causó sensación la performativa A Noiva e o Boa Noite Cinderela de Carolina Bianchi, primera parte de la trilogía Cadela Força, que pasó en 2023 por el Festival de Aviñón y por el Grec.
Fuera de la taquilla internacional, sin embargo, hay muchas producciones más modestas que dan la profunda medida del #MeToo en el teatro. Desde Sucia (2020) de Bárbara Mestanza hasta La muda (2024) de Marina Guiu, pasando por Nevenka (2023) de María Goiricelaya. Y un largo y variado etcétera. Y eso es “sólo” el teatro sobre agresiones sexuales, un terrible subgénero en el océano de las representaciones sobre violencia machista, con agresión sexual o sin ella. Representaciones, es cierto, de un perfil de víctima (racial, sexual, social) muy concreto y homogéneo. Una muestra tan devastadora como aún incompleta, tan actual como reminiscente de otros tiempos. Pero, entre los avances del ‘sí es sí’ y la vuelta al ‘no es no’, una cosa parece clara. El teatro se ha puesto a la vanguardia cultural de la cuarta ola.