La paraula “sonoma” no existeix al diccionari. No obstant això, conté partícules del grec soma (‘cos’) o del llatí sonum (‘so’). Cos de so i so del cos. Avui vivim la història amb presses, tan ràpid, que amb prou feines podem seguir-la. Es podria dir que caiem cap endavant i, durant aquesta caiguda accelerada, com en una muntanya russa, cridem. Sonoma seria aquest so del cos mentre cau, la ràbia de l’ésser humà per continuar creient que estem vius, que continuem desperts. Sonoma és el crit de l’home sotmès a aquest ritme, límit de la seva existència, del qual surt l’udol primitiu del cos, el pols de la humanitat per sobreviure i per sentir-se viva. Sonoma és la certesa que allò virtual i allò que és digital ja només poden ser superats per un retorn a l’origen.
Marcos Morau reprèn les idees essencials de la peça que va crear el 2016 per al Ballet de Lorraine Le Surréalisme au service de la révolution, a partir de la figura de Buñuel, al voltant de la Calanda rural i el París cosmopolita, entre la disciplina jesuítica i la llibertat surrealista. Ara, tot aquest microcosmos es desenvolupa i s’amplia a Sonoma, per al seu projecte amb La Veronal. Sonoma neix de la necessitat de tornar a l’origen, al cos, a la carn, per perdre’s en un viatge entre el somni i la ficció on el que és humà es troba amb el que és extraordinari. Perquè, a més, Sonoma, en llengua indígena, significa “vall de la Lluna”. Segons el mite, la Lluna ve a arraulir-se a les seves planes cada nit. I allí els crits, els udols i les detonacions dels tambors formen un pols hipnòtic, com el d’una cançó de bressol que, lluny d’activar-nos, ens acompanya i ens calma.
Buñuel no ha estat mai tan actual: ell va poder veure perfectament el que ens oferia el futur, quan va trobar en el soroll dels tambors de Calanda i tot el Baix Aragó, aquest crit adreçat directament a les vísceres. Perquè Buñuel ja hi va ser, aquí, escoltant com sona l’abisme que s’obre quan la imaginació humana és lliure, però no és lliure l’home.
Una larga ovación, como la recibida en el prestigioso patio de honor del Palais des Papas de Avignon en julio, coronó la presentación en Temporada Alta del magnífico homenaje a Buñuel ideado por Marcos Morau para su compañía La Veronal. El coreógrafo y director rinde tributo al genio de Calanda revisitando tradiciones y costumbres que fascinaban al cineasta aragonés, sin olvidar la omnipresente religiosidad, desde una mirada vanguardista y muy personal, como hacía el propio director de ‘El ángel exterminador’. El resultado es, visual y sonoramente, subyugante.
El fantástico imaginario de Morau va más allá de la danza. El juego con los sonidos empieza ya en el título. Sonoma, ciudad californiana pero aquí una imaginada fusión del griego soma y del latín sonum. El creador valenciano concibe un singular paisaje sonoro que bascula entre lo atávico, lo tradicional, y la contemporaneidad, con toques surrealistas. Las nueve estupendas intérpretes nos dejan una letanía de gritos, aullidos, jadeos, quejidos de parto y de dolor, en un viaje de fascinante onirismo que es también un viaje hacia la libertad. Se incluye un repertorio de bienaventuranzas –lástima que sea en francés- y se reivindica el papel de la mujer –“somos las que devolveremos los muertos a la vida”, recitan-.
Empiezan las artistas deslizándose velozmente sobre el escenario ataviadas con largos y rígidos vestidos tradicionales. Parecen moverse sobre ruedas, cual muñecas mecánicas, pero no es así, aunque las largas faldas impiden ver si hay truco. De esas criaturas autómatas pasamos a otra horda de mujeres oprimidas, aprisionadas en unos trajes con unos pañuelos negros que cubren sus rostros.
De la mano de una danza picassiana, marca de la casa –distorsiones con gestos milimétricos, movimientos espasmódicos, fragmentados-, asistimos a distintos cuadros entre la sugestión hipnótica, lo ancestral y la animalidad. Se invocan ritos y ceremonias de muerte y de vida. Hay momentos en que las artistas se mueven formando un todo, como un ciempiés, y en otros corren frenéticamente asemejando animalejos, insectos, quizá las hormigas que para el surrealismo representaban el cosquilleo del deseo sexual frustrado.
Habla también de las ataduras de la religión, con una gran cruz de madera en el suelo envuelta en cuerdas que manejan las bailarinas; y recoge la tradición de los gigantes y cabezudos, con dos abuelitas cabezudas y un guiño surrealista: un gigante decapitado.
Visualmente dominan los claroscuros. El negro y el blanco, las sombras (preciosas las siluetas sobre las grandes pantallas) y la luz. Excelente el trabajo de sincronización en la danza coral, todas con moño y persiguiendo la perfección de las gimnastas y nadadoras rusas. Capítulo aparte merece el fenomenal diseño de vestuario que firma Silvia Delagneau. Los distintos trajes marcan el camino desde la opresión –trajes encorsetados y rígidos del principio- hasta la liberación y la luz, con vestidos ligeros blancos, tocados de flores y bolas luminosas. Y un hallazgo sobresaliente representando la liberación total: esos vestidos livianos que al dar vueltas como los derviches se alzan en vuelo y cobran vida ahuecándose y creando formas circulares como si llevaran invisibles miriñaques. Absolutamente fascinante. Al final, como dijo Buñuel, “la fuerza misteriosa e irresistible” de los tambores de Calanda nos despierta del maravilloso sueño.