El prestigiós director lituà Oskaras Koršunovas, habitual de Temporada Alta, torna enguany al festival per dirigir una nova versió de L’oncle Vània, text cabdal d’Anton Txèkhov i el teatre universal i ho fa amb un repartiment estel·lar català. La mateixa fórmula d’unir els talents d’un director internacional i artistes locals que tan bé ha funcionat anteriorment amb Davant la jubilació (Krystian Lupa), L’omissió de la família Coleman (Claudio Tolcachir), La neta del senyor Linh (Guy Cassiers) i Història d’un senglar (o alguna cosa de Ricard) (Gabriel Calderón). L’aposta dramatúrgica de Koršunovas serà, com sempre en el seu teatre, radicalment lliure. Una oportunitat per veure els nostres actors en registres insospitats.
Dice el prestigioso director Oskaras Korsunovas, habitual del Temporada Alta, que abordar ‘Tío Vania’ le ha supuesto ponerse ante el espejo. Las angustias de Vania son sus angustias. El tiempo pasa para todos y hay sueños que no se harán realidad, lo que remarca en su montaje con un espejo en el salón de la hacienda familiar para que los personajes vean reflejado el transcurrir de su infelicidad. Fiel al maravilloso texto chejoviano del que hemos visto magníficas adaptaciones como la conmovedora ‘Espía a una mujer que se mata’ de Daniel Veronese, el lituano ha querido tender puentes entre el pasado y el presente, la tradición y la modernidad, para subrayar su actualidad. Lo hace de forma desacomplejada, con alguna de sus pintorescas pinceladas, y en todos los medios: desde la música, con la guitarra eléctrica del polifacético Kaspar Bindeman; la gestualidad juguetona y contemporánea de parte del elenco; los vídeos que, móvil en mano, realiza el mismo Binderman cual ‘voyeur’ de la función, y la escenografía, con móviles y sillas de metacrilato frente a un mobiliario antiguo. Hay que decir que la madera de las juntas de las puertas correderas del salón limitan un poco la visibilidad.
Korsunovas también ha buscado incidir en la vigencia de la obra insistiendo en el mensaje ecologista de Chejov: la denuncia de la deforestación y el cambio climático, a cargo del médico Astrov (Ivan Benet), y lo ha intentado con las interpelaciones a la platea de los actores, que abandonan sus personajes para decir al público algunas palabras de Chejov. Un recurso que no funciona; se repite en exceso rompiendo el ritmo del espectáculo sin aportar nada.
Tenía el lituano la misión de dirigir a un reparto catalán y este, de gran nivel, sustenta muy bien el montaje encabezado por un estupendo Julio Manrique, que deambula por el escenario, ocioso y patéticamente enamorado. Habla con la mirada, en una obra de amores no correspondidos y resignación, y en la segunda parte dispara toda su rabia, desencadenado, cuando en la escena clave su cuñado le suelta, como si nada, que habría que vender la finca en la que se ha dejado la piel trabajando. Un acierto entre los vistosos recursos con los que el director salpica la pieza (algunos excesivamente artificiales) es cuando el protagonista arremete contra el ramo de rosas, destinado a Elena, destrozándolo y cayendo los pétalos rojos como la sangre.
En un montaje de contrastes, que no alcanza la brillantez de otras propuestas del lituano, las interpretaciones también son dispares. Benet se suma al dibujo más desatado, también su líbido, mientras Raquel Ferri (Elena) pasea su hastío vital tremendamente seductora y driblando con elegancia las tentativas acosadoras. En papeles secundarios, Carmen Sansa (la madre viuda), Anna Güell (la vieja nodriza) y Lluís Marco (un profesor Serebriakov tragicómico con taca-taca) mantienen un perfil muy contenido durante toda la obra. Como contrapunto, en otra ocurrencia discutible del director, actúa el todoterreno Bindeman –músico, cantante, director, actor… nacido en Letonia y residente en Barcelona-, que se mete en el pellejo de un muy payaso Teleguin, el terrateniente arruinado reciclado en parásito pelotillero. Júlia Truyol (la herida Sonia, enamorada perdidamente de un Astrov que a su vez ama a Elena) firma otro de sus espléndidos trabajos. Nos regala un monólogo final conmovedor, el del mítico “reposarem, reposarem, reposarem…”, junto a quien resta como su única compañía y amor, su tío Vania. Lástima que un desafortunado riff de guitarra rompa toda la magia.
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