Pablo Ley converteix el clàssic de Guimerà en un relat detectivesc i un thriller magnífic sobre la lluita de classes.
Sense perdre de vista els orígens ni renunciar a l’essència d’aquest text universal, la dramatúrgia de Pablo Ley trasllada Terra baixa al segle XX i hi introdueix dos personatges nous: una periodista i un comissari de policia, en Vinagret. Aquest serà l’encarregat d’investigar un crim: un treballador ha assassinat el seu amo. En Manelic ha matat en Sebastià per alliberar la Marta (i a ell mateix).
Una mirada contemporània i trepidant que llisca del drama rural a la tragèdia romàntica per culminar en: «He mort el llop! He mort el llop! He mort el llop!». El crit alliberador de la classe obrera lluitant contra l’opressió.
Una història d’intriga i revolta que us deixarà enganxats a la cadira.
Un clásico sólo lo es si siempre interpela al público y la dirección de escena sabe cómo sacarlo de la molicie de la costumbre. La costumbre que ensordece las palabras. El esfuerzo de integrar el contexto histórico, hurgar en las biografías y desplegar el poliedro de perspectivas que pueden reflejarse en el presente. Zarandearlo para que el espectador lo disfrute con renovado vigor dramático. Visión artística que Carme Portaceli y Pablo Ley reivindican con entrega militante. Pero no siempre, como en este Terra baixa, con suficiente equilibrio. Esta dramaturgia actúa como una onda expansiva acelerada que se aleja cada vez más del diálogo con el material dramático original. Como si toda la obra se concentrará en la potencia simbólica del grito final. Ese “he mort el llop” que reverbera en los escenarios desde su estreno en 1897, acompañado por una historia cruenta de conflictos sociales, guerras y represión.
A partir del big bang del rugido liberador de Manelic, han deconstruido el drama para ponerlo al servicio de un thriller social que a la postre se destapa como un simple recurso instrumental. La investigación del comisario Vinagret (Manel Sans) es sólo otro mecanismo para ahondar en el conflicto de clases y la lucha obrera. Esta es la tesis central que defienden con aleccionador tesón y épica resolución. Sí, ahora hay una cadena finales para un texto de sino ignoto. Para defender su discurso se incorpora otro nuevo personaje (una periodista inspirada en la pionera Carmen de Burgos) que ejerce de cronista de la muerte del amo Sebastià y de décadas de combate proletario desde finales del siglo XIX hasta más allá de la Guerra Civil. Una narradora, interpretada por Laura Conejero, que pisa el escenario con la convicción de quien coloca su mensaje en un templo político como el Teatre Olympia del Paral·lel.
La sensación que, entre la apabullante literalidad de datos y documentos, el texto Guimerà queda relegado a mero catalizador para una superestructura dramatúrgica. Desapasionado archivo dramático del sistema caciquil en los valles pirinaicos -donde nunca llegó la revolución proletaria-, con personajes de composición errática que se mueven entre el puro estereotipo (el Sebastià de Eduard Farelo) y el naturalismo (el Manelic de un convincente Borja Espinosa). Para los demás basta un costumbrismo puesto al día. La Marta de Ana Ycobalzeta sólo es víctima amilanada, desposeyéndola de los potentes rasgos de la recurrente figura forastera en los ecosistemas humanos de Guimerà.
Una documentadísima fuga dramatúrgica colocada en una puesta en escena elegante, visualmente exquisita, que ha integrado que la mejor manera de aprovechar el escenario de la Sala Gran es el vacío monumentalizado descubierto ya por otros montajes.