Pablo Ley converteix el clàssic de Guimerà en un relat detectivesc i un thriller magnífic sobre la lluita de classes.
Sense perdre de vista els orígens ni renunciar a l’essència d’aquest text universal, la dramatúrgia de Pablo Ley trasllada Terra baixa al segle XX i hi introdueix dos personatges nous: una periodista i un comissari de policia, en Vinagret. Aquest serà l’encarregat d’investigar un crim: un treballador ha assassinat el seu amo. En Manelic ha matat en Sebastià per alliberar la Marta (i a ell mateix).
Una mirada contemporània i trepidant que llisca del drama rural a la tragèdia romàntica per culminar en: «He mort el llop! He mort el llop! He mort el llop!». El crit alliberador de la classe obrera lluitant contra l’opressió.
Una història d’intriga i revolta que us deixarà enganxats a la cadira.
El teatro siempre ha hablado de su propio espacio y de su tiempo. Y, sin embargo, siempre ha habido algo más que eso. Lo dijo mejor Arnold Hauser: todo arte está condicionado socialmente, pero no todo en el arte es definible socialmente. Es obvio que la Orestiada no puede explicarse sin el avance de la democracia en Atenas, que las tragedias históricas de Shakespeare sirvieron de propaganda a los Tudor, o que el Fin de partida de Beckett habla del terror nuclear de la Guerra Fría. Pero la grandeza de esas historias es que se escribieron con minúsculas, que comprimieron la gran hache de la Historia en su enjuto interlineado, que sintomatizaron sin diagnosticar, que se aferraron a un aquí y ahora desde el que reverberaron en los espectadores de otros lugares y otros momentos. Háblame de tu aldea y me hablarás del mundo, decía Tolstoi. Y uno podría añadir: háblame del mundo y perderás de vista tu aldea. Es tentador encajar el universo en una cáscara de nuez, escribir el contexto sobre el texto, hacer el coloquio posfunción dentro de la función. La vieja tentación de glosar, de prescribir una conclusión, de definirlo todo socialmente, como un reflejo sospechosamente exacto de un espacio y un tiempo.
Pablo Ley ha cedido a esta tentación, encajando el mundo contemporáneo en la pequeña Terra baixa de Àngel Guimerà. Todo empieza con una inocente pregunta: ¿qué pasó después? ¿Qué ocurrió con Marta y Manelic tras el asesinato de Sebastià? Para responder, Ley se inventa dos personajes ajenos a la historia de Guimerà, un corrupto policía muy de derechas y una elegante periodista muy de izquierdas, que han de reconstruir el crimen y su época, enlazando lo personal con lo político. La idea es atractiva porque permite empezar por el final (“¡He matado al lobo! ¡He matado al lobo! ¡He matado al lobo!”), un maravilloso gesto de complicidad con la platea que sólo autoriza un clásico, inasequible al spoiler. Y lanza un órdago: se puede montar otra vez el puzle de Guimerà, se puede hacer la versión cubista del clásico, buscar un efecto Rashomon que, al reordenar, repiense. Pero el órdago se queda ahí, las buenas maneras van perdiendo fuelle en un relato confuso, que salta adelante y atrás cada vez con menos brío, desmenuzando escenas irrelevantes y eliminando, en cambio, valiosos parlamentos que ponían cara a un secundario. Todo aderezado con la aplanada dialéctica entre la periodista y el policía, entre un feminismo impostado y un machismo de manual, entre un obrerismo buenista y una aporofobia salvaje, ella inspirada en la periodista Carmen de Burgos y él basado en el histórico comisario Lleó Antoni Tressols, alias “El Vinagret”.
El gran resbalón de la dramaturgia, sin embargo, llega al final, cuando Ley fuerza una vertiginosa lección de historia mediante el relato de Nuri sobre la huida de Manelic, que ha cambiado la zamarra por el mono azul, asociándose vagamente al anarquismo barcelonés, y que atraviesa la Semana Trágica, la Revolución Rusa, nuestra Guerra Civil, los campos de concentración franceses y el exilio latinoamericano, en un totum revolutum con visos de Novecento catalán. Aquel Manelic que sólo quería pastorear su ganado y rezar un padre nuestro antes de dormir, que habría podido subirse a un árbol, como el personaje de Amarcord, y gritar que quiere una mujer. El héroe bucólico de la Renaixença, concebido por un burgués conservador como Guimerà, erigido de pronto en símbolo de la izquierda prófuga y revolucionaria. Una elucubración algo forzada si uno piensa que, en su obra anterior, La festa del blat, Guimerà había redimido a un terrorista anarquista con las bondades de la vida rural y el sencillo amor de una aldeana.
Carme Portaceli hace de la tierra baja un no lugar. La escenografía de Paco Azorín crea un espacio oscuro y diáfano, totalmente antirrealista (que recuerda al Terra baixa de Ferran Madico en el propio TNC), sobre el que pende un aparatoso armazón de tubos fluorescentes, con aires retrofuturistas de los noventa, y una enorme pizarra que sube y baja del telar sin mayor razón. Y la verdad es que cuesta entender una escenografía y un vestuario tan anti-historicistas cuando el texto de Ley ha historizado tan precisamente el crimen de Manelic (7 de febrero de 1897, estreno catalán de Terra baixa). Todo lo contrario que el video-mapping de Miquel Àngel Raió, que nos pone en contexto con imágenes de archivo de la Barcelona de la Restauración, mezcladas con los campesinos italianos de Volpedo de El cuarto estado, pero olvidando sorprendentemente los lienzos de Ramon Casas, desde el retrato de Manelic hasta el famoso Barcelona 1902, verdadero subtexto icónico del guion de Ley. Y uno entiende que Portaceli ha querido liberar a Guimerà del costumbrismo de toda la vida, cifrando en eso su vigencia, pero el resultado es un eclecticismo lúgubre y monótono, que hace pesar las dos horas largas de función.
Las interpretaciones, por suerte, salvan la noche. El Manelic de Borja Espinosa es enérgico y entrañable. Hace creíbles sus parlamentos más descontextualizados y honra la ilustre nómina de Manelics que le preceden, desde Enric Borràs hasta Julio Manrique pasando por Joan Pera, Enric Majó o Lluís Homar. Anna Ycobalzeta como Marta defiende muy bien su personaje, aunque se ve perjudicada por las exigencias de un guion que le obliga a interrumpir o demediar sus mejores parlamentos, como la confesión al ermitaño Tomàs. El resto del elenco tampoco decepciona, desde el perverso Sebastià de Eduard Farelo a la perspicua periodista de Laura Conejero o el violento Vinagret de Manel Sans, que soportan estoicamente las extrañas coreografías robotizadas de Ferran Carvajal, de abstrusa simbología. Pero el personaje más remozado es la Nuri de Kathy Sey, a cuya maravillosa voz encomienda Ley el gran alegato de la función, Le temps des cerises, la canción-emblema de la Comuna de París que ha de servir de santo y seña para la huida de Marta, y que convierte a la inocente benjamina de la familia Perdigons en una revolucionaria consumada y en una enciclopedia andante, que no duda en explicar por qué canta lo que canta. Es lo que Sanchis Sinisterra llamaba un “personaje pie de página”.
Decía Fabià Puigserver que hay que hacer Terra baixa varias veces por década. Y parece que, al final, le han hecho caso. Los montajes han ido aumentando, en los últimos años, desde la Tierra baja (1971) de Cayetano Luca de Tena para Televisión Española hasta las versiones catalanas de Ricard Salvat (1976), Josep Montanyès (1981), el propio Puigserver (1990), Madico (2000), la película de Isidro Ortiz (2011), el monólogo de Júlia Barceló y Aleix Aguilà en Quietud salvatge (2014), la versión también monologada de Lluís Homar y Pau Miró (2015), la televisiva El llop (2022) de Àngel Llàcer y el montaje “zombi” de Roger Bernat (2022). Esta Terra baixa (reconstrucció d’un crim) de Ley y Portaceli es, sin duda, una de las lecturas más libres y politizadas de Guimerà. Una versión obrerista, feminista y anarquizante más propia de otro tiempo, de los años 1930 en que Erwin Piscator visitaba Barcelona y se proponía hacer una Terra baixa comunista, o de los años 1940-1950 en que Leni Riefenstahl filmaba una adaptación nazi, Tiefland. Con siglo y cuarto a sus espaldas, la historia de Manelic, Marta y Sebastià lo ha aguantado ideológicamente todo. Y Guimerà, obviamente, no tiene la culpa de nada. Esta versión amable e izquierdosa de Ley y Portaceli puede resultar políticamente forzada para muchos. Pero no está forzando nada que no se haya forzado antes. El problema no es ése. El problema de la nueva producción del TNC es que, como confiesa la periodista de Conejero al final, todo se queda en “un embolic d’històries”. Un verdadero lío narrativo. Una huida de la tierra baja a la tierra alta (y más allá) que acaba en tierra de nadie.